Hay algo en la obra de Donald Taylor y Roberto Chartam que me inquieta: parece que estuviera a punto de romperse, de irse al traste, de desaparecer. Es lo que tiene jugar a los límites y al arte de trabajar durante días y meses en un proceso del que luego no se quieren dejar pistas. En el caso del primero, los óleos se pulen hasta tal extremo que el neófito en la materia podría dudar si en realidad no es una acuarela, en sus retratos un rostro (cuyos contornos se difuminan como si dos etapas vitales distintas confluyeran en él) no parece ese rostro. En el caso de Roberto Chartam, es obsesiva la búsqueda de materiales básicos (madera, hilo, imanes) para conseguir la titánica tarea de dotar de distintos equilibrios al espacio, de encontrar un centro, invisible hasta entonces, a fuerza de paralelas y diagonales. Donald Taylor prefiere la diversidad; Roberto Chartam la repetición de series en las que paradójicamente la primera no se parecerá en nada a la última: dos maneras distintas de llegar a la pureza de formas donde lo que menos importa es llegar y sí urge seguir. Por ello, el arte contemporáneo es tan molesto, porque no deja de ofrecer procesos y procesos a unos ojos generalmente ansiosos de resultados. Dice la mitología de la literatura que Lorca, Machado, Baudelaire y, en general, los grandes poetas, podían tener hasta cien versiones del mismo poema, el cual iba mutando corrección tras corrección, pulido tras pulido, en esa eterna insatisfacción del artista por conseguir la obra perfecta. Algo parecido les pasa a estos dos artesanos. Si quitas otra capa más, no hay cuadro. Si alejas un ápice el imán, el hilo se desvanece. De lo complejo a la sencillez, y no al revés. Sin retorno, pero hacia el origen.
Fernando Sánchez Calvo
Profesor de Literatura
Instituto Público Narcis Monturiol